Allí estaban. Quietas,
agazapadas, escondidas. Temblaban como las hojas agitadas por el viento del
otoño. Sabían que las habíamos encontrado. Pero, esta vez, no serían capaces de
huir. Debían desaparecer. No había otra solución. Estaban irremediablemente
perdidas, abandonadas a su suerte y se acurrucaban muy juntas sin ocultar su
terror.
Entonces sacamos nuestras armas y nos agachamos los dos en silencio.
Avanzamos despacio, muy despacio, sin apenas hacer ruido, conteniendo la
respiración. Éramos conscientes de que había que acabar con ellas antes de que
nos invadieran, de que nos robaran el aire, antes de que fuera demasiado tarde.
Así que nos dividimos, atacaríamos desde dos flancos diferentes para
sorprenderlas y que no tuvieran escapatoria. Miré a mi compañero esperando un
gesto cómplice para iniciar nuestro ataque. Había llegado el momento. Estábamos
preparados o, al menos, eso creía. Acaricié el arma con manos sudorosas.
Después de unos segundos de indecisión, los dos nos agachamos al mismo tiempo
junto a la cama de matrimonio.
Allí estaban. Eran ellas. Al vernos aparecer, las
pelusas asustadas hicieron piña y nos miraron con ojos de pánico. Fue en ese
momento cuando nos dimos cuenta de que no podíamos hacerlo, de que aquello nos
superaba. Les daríamos una tregua. Tal vez, unos días. Enfundamos nuestras
escobas y nos retiramos con sigilo de la habitación.
Ah, qué bueno!
ResponderEliminar¡Hola! ¿Qué tal te va? Espero que bien. Pronto presentaremos "El misterio del gato negro" en Mérida, en la biblioteca Juan Pablo Forner. Seguramente será el jueves, 7 de febrero, a las siete de la tarde. Ya te lo confirmo. Me encantaría que vinieras. Un abrazo.
ResponderEliminarSería un placer. Mantenme informada y haré lo posible.
EliminarDe acuerdo, lo publicaré en el blog. Pero te enviaré también una invitación en cuanto las tenga. Un abrazo.
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